Búho explicaba con gran sencillez
las cosas más complicadas. Un día me dijo: Cada animal decide cómo desea vivir
su vida, por eso no debe culpar a otro por lo triste o alegre que sea su
existencia.
Él aseguraba que la gran mayoría
de los animales buscaban a quien echarle la culpa de lo que les ocurría,
perdiendo su valioso tiempo en nimiedades, sólo para evitar hacerse responsable
de sus actos.
Todo lo que haces te enfrenta
contigo mismo.
Puedes regañarte o felicitarte
por algo, pero no cabe la menor duda de que debes aprender de todo lo que te
ocurre a diario, dijo con solemnidad. No existe el destino; sólo es una excusa
de muchos para justificar lo que les pasa y no reflexionar sobre ello.
Búho creía que muy pocos se sentaban
a analizar lo que habían hecho cada día, por eso nunca entendían el aprendizaje
que la vida les ponía enfrente.
Búho me sugirió destinar unos
minutos antes de dormir para pensar sobre todas las actividades que había
realizado durante el día; así descubriría cómo hacer las cosas de manera
distinta a la mañana siguiente.
Fue una práctica muy útil.
Todas las mañanas tenía la
certeza de que vivía un nuevo día, lleno de oportunidades, diferente a los
demás. En cambio, muchos animales afirmaban que la mayoría de días eran
iguales, carentes de sentido.
Con la ayuda de Búho aprendí que
tenía dos opciones: podía quejarme o bien solucionar mis problemas. Ambas
requerían el mismo esfuerzo, por eso la decisión dependía de cada animal. La
Cigarra prefería quejarse y, por lo tanto, nunca solucionaría sus problemas.
Mi padre conoció al padre de la
cigarra: él me decía que el señor Cigarra pasaba el tiempo quejándose y
haciéndose preguntas como éstas:
¿Y si tiembla el suelo? ¿Y si,
cuando quiera cruzar el río una corriente me arrastra y me ahogo? ¿Y si quiero
cantar y me quedo mudo? ¿Y si cuando cante, se abre la tierra y me traga? ¿Y si
me paro junto a un árbol y le cae un rayo? ¿Y si como de esa hierba y es
venenosa?
Contaba mi padre que el señor
Cigarra se retorcía los dedos cada vez que se hacía una pregunta. Envidiaba
mucho al ciempiés porque, al disponer de tantas patas, debía de tener
muchísimos más dedos que él para retorcerse.
Mi padre decía que se preocupaba
de todo y por todo. Una vez se lo encontró descansando plácidamente en el hueco
de un árbol, le dijo:
-
Buenas tardes, señor Cigarra. ¿Cómo está usted?
-
Bien. Aquí nada más pasando el rato.
-
Así me gusta verlo, sin preocuparse de nada, sin
hacerse preguntas tontas y sin retorcerse los dedos.
Pero una vez que mi padre terminó
de decir eso, el padre de la Cigarra comenzó nuevamente con sus lamentaciones.
Mi padre decía que no vale la
pena angustiarse por cosas que aún no han sucedido: es mucho mejor dedicar ese
tiempo a pensar en cosas realmente importantes, aquellas que pueden influir en
nuestra vida, en la de nuestros seres queridos y en la comunidad donde vivimos.
En resumen, situaciones que están en nuestras manos remediar.
Tampoco podemos esperar a que las
cosas se resuelvan por si solas, es necesario poner nuestro empeño en ello.
Desde niño supe que no existen
los milagros, sólo los resultados.
Mi padre decía que muchos
animales creen en la suerte o en alguna divinidad que les concede bendiciones,
pero no se dan cuenta que todo lo que les ocurre es resultado de sus actos.
Siempre me repitió que no existe
la suerte, solo los resultados. También me insistió en no esperar a que todo
llegue sin hacer nada. Eso nunca ocurrirá, así que es mejor construir lo que
queremos para nuestra vida, eso sí que será seguro.
Esperar un milagro es propio de necios,
afirmaba Búho. Sólo ellos aguardan a que las cosas cambien sin trabajar para
ello.
Fuente: Libro: La hormiga que bailaba durante el invierno. Autor: Juan Antonio Guerrero Cañongo